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LIC. FERNANDA RASCHI Y LIC ROMINA PEREYRA

jueves, 21 de mayo de 2009

Autobiografía – Esteban Ibarra


Los recuerdos se diluyen si los dejamos reposar largo tiempo en algún rincón oscuro de nuestro cerebro. Cómo cubitos de hielo en un vaso de agua. Es que rememorar es un ejercicio que requiere gran esfuerzo mental y concentración, y porqué no, de una pizca de valentía. Valentía para aceptar lo que fuimos y ya no volveremos a ser. Coraje para afrontar los momentos dolorosos del pasado que afanosamente ocultamos detrás de las cortinas del olvido.
Ahora que me siento a escribir, estos recuerdos comienzan a llegar de manera desordenada, tumultuosa, golpeándose unos con otros, arremolinándose en el umbral de la memoria. Entonces lo que recibo son siempre sensaciones, fragmentos, retazos de historia, pequeños detalles que iluminan débilmente el presente; flashes en la oscuridad: una canción de cuna que se apaga de a poquito, la voz suave de mis padres repitiendo mi nombre, la melodía de una cajita de música tocando infinitamente “Para Elisa”, esa bailarina de plástico danzando hasta el cansancio sobre un piso de espejos, una fiebre tenaz que no cesa, la mano tibia de mi madre sobre mi frente ahuyentándola.
Las fechas no importan, pues todo sucede de manera vertiginosa. De qué sirve saber que nací aproximadamente a las 17 horas de un caluroso diciembre del año 1978 y que era domingo. Fui el segundo de tres hermanos y me tomé muy en serio eso de ser el “segundo”. Ya de chico me gustaban los días lluviosos, esa finita tristeza de las gotas de agua; el cielo anaranjado de los atardeceres helados de invierno, las delgadas hojas de la Biblia, el color de las diapositivas observadas a trasluz.
Ayer nomás, todo parecía tan nuevo y brillante. Un regalo sin abrir bajo el arbolito de Navidad, el pastito y el agua para los camellos la noche de reyes, el olor de la Billiken recién comprada, los partidos de fútbol que podían durar días, una amistad a prueba de balas con los chicos del barrio.
Los hechos ahora se vuelven borrosos, difusos, como si los estuviese viendo detrás de un vidrio empañado. Me veo transitando la adolescencia, rabioso ante la nada, ocupando un cuerpo que se me hacía cada vez más ajeno y con esa timidez a flor de piel que intentaba disimular con una máscara de fingida seguridad. Era el tiempo de la secundaria, el uniforme celeste y la corbata de tela azul, el tiempo de los besos con prisa y el sexo urgente, la época del deslumbramiento del primer amor. Y lo que se graba a fuego en el corazón casi nunca registra espacio ni tiempo: dedos femeninos que se entrelazan con los míos, como enredaderas; el ardor ingenuo de mis mejillas tras robarle un beso, su mirada helada atravesándome por última vez. Cuando el silencio se apoderó de todas las cosas. Cuando el silencio tomó de rehén a mi voz. Entonces la soledad que volvía una y otra vez a tocar a mi puerta, esa soledad nunca buscada, pero que irremediablemente terminaba por encontrarme.

De manera despareja, a los tropezones, avanzo hacia una madurez conseguida más por inercia que por voluntad propia. Y todo esto que digo, todo lo que ahora sale a flote, como restos de un naufragio, me empujan hacia arriba y adelante, de alguna manera me modelan y me delimitan. Debo reconocer que soy una suma de acontecimientos pasados; vengo a ser el resultado de las decisiones —buenas o malas— que tomé y los caminos que escogí y que me trajeron a este presente que hoy vivo.
No pretendo hacer un recorrido exacto por los sucesos que marcaron mi existencia, ni tampoco una cronología detallada de los eventos más importantes que tuvieron lugar en mi vida. Esto más bien es un esbozo, el boceto de una autobiografía que se va dibujando de a poco, que se va desenvolviendo mientras la escribo.
Siento que todavía hay páginas en blanco por llenar. Un hilo de frío recorre mi espina. Pienso que es el futuro el que me roza con uno de sus dedos. Me levanto de la silla para estirar las piernas y desechar esta idea absurda. Observo mi brazo y sonrío. Piel de gallina.





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